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La primavera del '73 comenzó aquel 25 de Mayo. Día de los más hermosos de mi vida, porque el Tío Cámpora asumió la Presidencia de la Nación. Pero el calendario terminó marcando con piedra negra el 20 de Junio, cuando la derecha del Movimiento Nacional Justicialista asesinó decenas de compañeros que esperaban a Perón en Ezeiza.
Para mí se acabó el idilio cuando el General dijo ante las cámaras de televisión, sonriendo cínicamente, que los Montoneros habían llevado armas al acto de Ezeiza, bajo las mantas de los lisiados que marchaban en sus sillas de ruedas. Ése, según él, había sido el origen de la violencia. A fines del '75 la derecha había avanzado a pasos agigantados. En la Presidencia había una mujer débil, torpe e inculta, la viuda de Perón. Si bien López Rega había huido desprestigiado y cercado por tanta corrupción, eso no había sido sino el resultado de intrigas palaciegas en donde los generales tenían cada vez mayor influencia.
Los asesinatos de militantes de izquierda eran cotidianos; por un decreto presidencial de Lastiri (porque a Isabel la tenían encerrada en una casa en la montaña, para que no jodiera) todas las policías provinciales estaban bajo el mando del ejército; la mayor parte de los gobiernos provinciales estaban desquiciados y no tenían poder sobre ningún uniformado; la policía torturaba hasta los ladrones de gallinas; el ejército ya andaba en las calles revisando las carteras y portafolios de quien se les ocurriera (no era raro que pararan un colectivo, hicieran bajar a todos los pasajeros y revisaran e interrogaran a cada uno: no tener los documentos de identidad podía ser fatal).En ese clima, el ERP (el Ejercito Revolucionario del Pueblo) había sido aniquilado en casi todo el país, particularmente en Tucumán, junto con miles de inocentes que fueron muertos o encarcelados por no poder probar fehacientemente que no colaboraban con los guerrilleros. Los Montoneros constituíamos la organización guerrillera urbana más grande de América Latina. En cierto sentido, éramos la expresión más numerosa de los ideales de los '60, '70, de las ganas de construir un mundo mejor aún a costa de la propia vida. De pronto, en una maniobra de enfrentamiento con el peronismo oficial, la conducción declaró que pasábamos a la clandestinidad. Desde ese momento nos proclamábamos ilegales, sin que nadie fuese consultado, sin que a nadie se le preguntara si quería cambiar de domicilio, de identidad, sin siquiera tener las posibilidades de hacerlo. Un absurdo que fue muy bien aprovechado por el enemigo. Todo esto significó un gran desastre, porque la semilegalidad de la que habíamos gozado anteriormente, sumada al crecimiento aluvional del '73, hizo que muchísima gente cobrara notoriedad como montonero ante la sociedad; particularmente quienes ocuparon puestos en el aparato estatal.
De pronto, intelectuales, delegados sindicales, estudiantes y hasta vecinos reconocidos en su barrio, pasaron a ser ilegales, absolutamente expuestos a la vista de todo el mundo y sin tener dónde esconderse. Porque nosotros teníamos la ilusión de la protección popular. Es cierto que una organización revolucionaria puede retirarse de los frentes de lucha a los patios y escondrijos de su propio pueblo. Pero para que ello ocurra deben darse ciertas condiciones, y aún así puede ser derrotada. Montoneros no era una organización con un proyecto político claro, y aunque el grueso de la militancia provenía de casi todas las clases sociales, su conducción no había surgido precisamente del seno de las masas laboriosas. A ello hay que agregarle que la traición se había empezado a gestar y su primer indicio fue la caída de Roberto Quieto expresión de la corriente marxista en la Conducción - quien fue entregado, a todas luces. En ese clima pasábamos el sofocante enero mendocino, planificando mudarnos lejos, donde fuéramos anónimos. Mi pareja y yo éramos conocidos activistas gremiales, con una actuación pública en asambleas y manifestaciones, con discutidos discursos ante miles de compañeros trabajadores del estado. Yo cargaba con dos caídas en cana del '72 y ella aún era delegada. En fin, que la policía estaba al tanto de nuestros pasos. En cuanto a la forma de este libro, elegí la del concierto, que como todos, los que lo saben, saben, tiene tres partes, o movimientos, cada uno con su tiempo. Pero las tres partes aluden a lo mismo: ésa es la obra musical. En el primer movimiento es presentada la melodía, el leiv motiv. En el segundo se toma ciertas libertades, como las variaciones que el talento del autor cree, generalmente en un movimiento más lento, no allegro, apenas allegro non troppo, o adagio, o largo, etc.. Y el tercer movimiento es el del desarrollo total, el desenlace, o la apoteosis, o el final tristísimo, según el carácter de la obra. Ésta sería la forma clásica, pero nada obliga a respetarla. A mí los recuerdos se me presentaron siempre en un tempo allegro. Dieciocho años después de sucedidos, los hechos vividos en aquellos años duramente humanos se fueron ordenando y cobrando sentido, como las melodías sueltas que, al final, forman un concierto. En el cuaderno todo comenzó a buen ritmo, allegro, pero un allegro cantábile, y a la vez brioso. Todo fue así en aquellos años sin descanso: Primera Parte. Relatando más serena y detalladamente, inicié el segundo movimiento del concierto, que seguía siendo allegro y paradojalmente muy largo: Segunda Parte. A la tercera parte no le encontré el tempo. Sólo supe lo que no era: no era enérgico, ni andante, mucho menos andante guerriero, ni maestoso. Quizá sólo sea triste, solitario. Y, creo, tiene un final. Un fauno erecto. Un viejo de barba blanca renaciendo desnudo entre bellas mujeres. Un bajo profundo cantando tangos como Rivero. Un atleta sudado. Un bandoneonista. Un amante bebedor. Un vengador con el cañón del fusil recalentado. Un caminante vestido de azul pastel. Un cantante de rock. Un preso que acaba de salir en libertad. Todo quisiera ser este libro. Pero sólo es un cuaderno de memorias. Y en esa palabra está todo lo que le es dado. Memorias. Que sirva al menos para eso (...)