Portada de libro de Acercandonos Ediciones u Otras Editoriales
Miami dinero sucio
Hedelberto López Blanch

AR$ 3000.00 - U$S 5.00

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Miami, dinero sucio es una obra que debe ser leída por cubanos de aquí y de allá, e incluso por personas de otros países que se preguntan cómo esa ciudad de hermosas playas y mucha gente buena, puede también ser el epicentro del odio anticubano que durante más de medio siglo ha provocado a los habitantes de esta isla tantos sacrificios, dolor y pérdida de vidas.

... Cuando Hedelberto López Blanch me pidió redactar el prólogo para esta edición de Miami, dinero sucio él sabía, por supuesto, que a Los Cinco nos tocó vivir varios años como “personas normales” en el particular ambiente de aquella ciudad. Desconocía, sin embargo, que habíamos tenido el raro “privilegio” de compartir en prisión con algunos de los más famosos personajes que menciona en su libro.
Augusto Willy Falcón y Salvador Magluta, por ejemplo, se ganaron un lugar entre los más grandes narcotraficantes de la historia de Estados Unidos. Se calcula que ganaron alrededor de dos billones de dólares importando unas setenta y ocho toneladas de cocaína. Los conocimos en el Centro de Detención Federal (FDC, por su sigla en inglés) de Miami cuando enfrentaban su segundo juicio, precisamente con nuestra jueza, Joan Lenard. El primer juicio de Sal y Willy había sido un escándalo. Las pruebas contra ellos eran abrumadoras. El entonces fiscal general de la Florida, Kendall Coffey, estaba seguro de que se anotaría la mayor victoria de su carrera. Todo estaba listo para un veredicto unánime en contra de los acusados, pero las autoridades desconocían que el voto de Miguel Moya, hijo de cubanos, residente en Cayo Hueso, a quien el jurado había escogido como su líder, fue comprado con medio millón de dólares. Esto constituyó una derrota para la fiscalía. Al igual que Moya, por lo menos otros dos jurados habían vendido su voto. Cuentan que la frustración de Kendall Coffey fue tal, que salió directo para el Lipstick Lounge, un conocido bar de estriptis. El fiscal bebió hasta el cansancio para olvidar sus penas y terminó mordiéndole el brazo a una de las bailarinas que se hacía llamar Tiffany, lo cual generó un escándalo que le costó el puesto. Poco tiempo después, a Miguel Moya se le subió el dinero para la cabeza, y también lo conocimos en prisión. En mi primera celda de “el hueco”, Moya era mi vecino de enfrente. Conversábamos bastante. Para presionarlo, las autoridades habían arrestado a su mamá y a su papá. Con este último convivimos un tiempo en el piso siete del FDC. En un primer juicio, Moya fue representado por Paul McKenna, quien sería después mi abogado de oficio. Entre los jurados no hubo consenso y logró un mistrial. No obstante, al final terminó sentenciado a diecisiete años de prisión.

Cuando me trasladaron del FDC de Miami hacia la prisión de Lompoc, en California, no volví a ver a Sal Magluta. En cambio, Willy, después de muchos años, fue enviado a la prisión de máxima seguridad de Victorville, también en California, a donde yo había llegado procedente de Lompoc. Nos reencontramos como dos viejos conocidos y, para asombro de otros presos que sabían de nuestras enormes diferencias, siempre nos tratamos con mutuo respeto. Al excomisionado Humberto Hernández, que igualmente se menciona en esta obra, lo vimos menos, pero muy de cerca, cuando asistía a sus citas con la justicia en el mismo FDC de Miami... (extracto del prólogo del libro)