No hay en estos bocetos del alma humana un hilo más poderoso que la melancolía. Una melancolía muy dura a veces, piedra que no se desgrana entre los puños apretados de los protagonistas; o una melancolía suave que acepta con sapiencia y amor ese pasar de la existencia, como el paisaje entrevisto desde una ventana fugaz.

Cada uno de estos chispazos de vida trae la imagen de un modo distinto de estar solo: la soledad de vivir en un mundo profundamente injusto, pero no solamente en lo social, en lo económico, en lo cultural, sino injusto en lo más íntimo de su naturaleza, un mundo que ha echado a la calle a sus criaturas para que transiten los caminos del desencanto y el abandono. Otras veces, estas mismas criaturas contemplan el pasado con tristeza, con abandono, y algunas veces, sólo algunas veces, miran hacia adelante con los ojos abiertos y brillantes –no necesariamente brillantes de llanto, sino iluminados por la ilusión- de quien ha aprendido de ese pasado, y todavía está dispuesto a amar. En este paisaje cargado de melancolía, aquí y allá destellan recuerdos de infancia, imágenes de pueblos tribales celebrando sus ritos, el juego de algún niño en un patio olvidado ...